Tardes que anidaron en sus cabellos como olas de plata, como campos de centeno.

Puertas siempre abiertas porque aquí no se pierde el tiempo.

La vida a base de pan y lumbre y rebequita al hombro y botijo y rastrillo y sombrero.

Recuerdos que se van sin alzar la voz ni la vista del suelo.

Mujeres de verdad. Mujeres de pueblo. Mujeres que saben reír a pesar del duro invierno.

Arrugas profundas. De esas que hablan bajito, como dando consejos, y que nos miran sin juzgar porque esas son cosas nuestras y no tanto de ellos.

Manos que tiemblan al compás de los días que ya se han ido, aunque dejando la chimenea encendida por si vienen los nietos.

Esos besos de la abuela.

Esos caramelos del abuelo.

Esas tardes de manta mirándose el uno al otro y sin necesidad de romper el silencio.