Tengo que admitir que lo mío nunca ha sido la informática. Mi relación con las nuevas tecnologías terminó el mismo día que retiraron de las gasolineras las últimas cintas de cassette. Hasta ese momento fui evolucionando a rachas, se veía que no era lo mío, pero después de aquello, c’est fini.

Y eso que tampoco es que yo sea tan viejo, no más que un personaje del siglo XVIII.

Es cierto, llegué a hacer de ello mi seña de identidad, y mira si tiene delito el asunto, que hará un año, esa ignorancia mía me acabó echando mano al cuello.

Con el tema de las nuevas tecnologías solo hay dos posibilidades: o estás de su parte o estás en contra de ellas. Ya os puedo asegurar que es mejor llevarse bien con esos chismes del demonio.

‘Llueve en las farolas’ es, era, mi primera incursión en el género de la novela, y a puntito estuvo también de ser la última por culpa de un portátil que, de buenas a primeras, se empeñó en morirse. Bien poco me hubiera importado su defunción si no fuera porque mi novela, recién terminadita, estaba ahí adentro. Vamos, liada de las gordas. Todo mi manuscrito al garete. Out. Adiós muy buenas. Au revoir.

Lloré. Lo admito. Nadie me vio, pero lloré. Tres años de mi vida encerrados dentro de ese cacharro que se negaba a vivir. Todo mi manuscrito entero. De golpe dejó de llover en las farolas para ponerse a llover en la boca de mi estómago. Caían chuzos de punta en mis tripas. Todos mis momentos de inspiración. Mis correcciones. Mis ocurrencias. Mis ratitos sueltos…

No podía ser cierto, pero lo era. Incluso olía a cadáver el maldito portátil.

Para colmo, ni una sola copia. Pero cómo es posible que no se me ocurriera hacer ni una triste copia. Una. Tan solo una.

Lo pasé fatal. Si a alguien le ha pasado alguna vez algo parecido, entenderá de lo que estoy hablando. Quería morirme.

Yo le daba al botón. Enchufada el cable y luego lo desenchufaba para volver a enchufarlo de seguido. Otra vez al botón. Uno golpes por aquí. Un poco de mimo por allá; por si acaso. A punto estuve de probar con una llave inglesa, sí, pero con una bien pesada. Allí frené en seco. Era evidente que el asunto era de los feos feísimos.

Sobrepasado cogí el teléfono. Y en medio del tercer ataque al corazón llamé a un buen amigo al que yo llamo el ‘Conseguidor’ y al que todos deberíamos de llamar también el ‘Conseguidor’.

Imposible olvidar el abrazo que me dio cuando aparecí desencajado por su casa. Recuerdo las palabras de mi amigo: «¡Vaya cagada! Pero ni una sola copia…»

Menos mal que de entre toda su batería de recursos, el hombre lo tenía claro. Había que llamar al maestro de los circuitos. Y de seguido contactó con este virtuoso de los unos y los ceros. Efectivo como siempre, conocía a un genio nivel Dios y, en menos de una hora, mi portátil ya estaba en su cueva y entre sus manos.

Debo de insistir en el hecho de que mi vida entera se retorcía dentro de aquella pantalla inerte.

Las horas se me hicieron meses esperando una llamada alentadora. Una hora, dos horas, tres…

Mi cabeza entre quebrantos hasta que por fin sonó el teléfono: «Hola, soy Joserra. He conseguido salvarte el libro». Tachan. Se me pusieron las mejillas a bailar claqué. Me pilló en la calle aquel telefonazo y lo primero que hice fue abrazarme a una farola; la primera que pillé. La pesadilla había terminado. Pero vaya pesadilla. No se la deseo a nadie. Todo había quedado nada más que en un soberano susto y en doce años menos de vida.

Admito que hoy día lo cuento con cierto humor, pero imposible olvidar lo mal que lo pasé.

Tuve suerte. Mucha suerte. Y dos grandes amigos. El tiempo ha querido que esas dos personas sean, hoy día, dos personas muy cercanas a mí y muy queridas: el ‘Conseguidor’ y el ‘Genio’.

Tan agradecido les estoy que les he puesto una calle a cada uno de ellos dentro de la novela. Aunque esa ya es otra historia. Ahí nos vemos.

Saludos amigos.