Aquel pasillo siempre se lo imaginó bien distinto. Más claustrofóbico, mucho más estrecho, alargado, oscuro, quirúrgico; lleno de alfileres que se le irían clavando a cada paso mil veces en la nuca. Pero no.

Quitando que una de las lamparillas del techo parpadeaba con cierta inquietud, aquel corredor no llegaba ni con mucho a detentar toda esa hostilidad que en buena lógica esperaba encontrarse. “Bueno, mejor así” pensó el muchacho cuando empezó a recorrerlo como si el de su propia casa fuera, aquel que iba desde la entrada hasta su habitación y que por un momento le vino a la memoria.

Mejor quedarse con ese recuerdo mientras sus zapatos hacían sonar el mármol: clock, clock, clock. El aire no se movía allí abajo, las paredes blancas se confundían con el suelo y, al fondo, una puerta metálica, gruesa, innegociable. En riguroso silencio el muchacho se fue acercando a ella. En riguroso silencio el muchacho fue acortando distancias custodiado por sus dos verdugos. Uno iba por delante y el otro, el más joven y espigado, por detrás; nadie decía nada. Así estaba recogido en una orden interna; ninguna palabra. 32 pasos de pasillo. 12 lamparillas bien alineadas en el techo hasta que el sonido de la llave en la cerradura rompió el hermetismo.

—Tranquilo. No sentirás nada. Todo irá rápido —dijo uno de los dos funcionarios, el más mayor, cargando sus palabras de solemnidad y según desencallaba los pernos. Sufría aquella puerta al abrirse. Tras ella, enseguida apareció la silla que haría justicia.

Aquel muchacho no siempre fue malo, creo que toca decirlo, que es de recibo remarcar esto. Yo siempre lo conocí por el barrio, amigo de mi hermano pequeño, uno más de los “Grillos” que así se hacían llamar; cosas de chavales. El caso es que tuvo una infancia feliz como la de cualquier otro crío junto a su padre Daniel y junto a su madre Lourdes. Formaban una familia normal y el chaval como hijo único, primogénito y preferido.

Yo lo recuerdo casi siempre entre risas, tonteando con las chicas en el portal. Parecía que se fuera a comer el mundo. Por el barrio había unos cuantos como él, ya sabéis de qué tipo de muchachos os hablo, sí, efectivamente, digamos que chicos irreverentes.

De más pequeño tuvo sus domingos de pesca en compañía de su padre y guerras de harina en la cocina, envuelto en un delantal gigante que le ponía la señora Lourdes mientras le confesaba encantada aquellos truquillos herencia de la abuela.

En aquel barrio nuestro todos nos saludábamos y todos nos conocíamos. Hijos, padres, abuelos, comerciantes, barrenderos, profesores… Ahora ya son otros tiempos.

Sin poder evitarlo me viene a la cabeza aquel verano con Daniel sujetándole del sillín para que aprendiera a andar sin ruedines. En fin, qué no hace un padre por un hijo. Las perseidas en un tazón de leche para desayunar. Así eran las cosas hasta que los problemas empezaron a rondar la pacífica existencia de aquella familia. Imposible recordar ahora ese preciso instante, el momento exacto en el que se le empezaron a torcer las cosas al muchacho. Supongo que a veces toca y a esa familia le tocó.

—Siéntate aquí. Trae la mano, sí, ésta. Ponla en el apoyabrazos, relájala, trae; déjala muerta, como si estuviera muerta.

Vaya. El muchacho miró al funcionario de prisiones sabedor de que aquel comentario no traía maldad, pero…

El más veterano enseguida se percató de lo desafortunado del comentario y apartó de la silla al novato. Al parecer al más joven le habían traicionado las tablas, las que aún no tenía. Allí, quien más quien menos, todos estaban nerviosos.

—Ya sigo yo. Tú coge mi sitio en el generador.

Y poco a poco le fue poniendo las cintas al reo y le fue enchufando los cables. Aquello llevaba su liturgia y siempre con la mayor de las diligencias, su victimario lo fue preparando. Cada cosa tenía su orden y su sitio.

Había un espejo justo en frente que ocupaba prácticamente toda la pared. En el se miró el muchacho sin llegar a reconocerse. Ese tipo que tenía delante suyo le pareció más un robot que un ser humano, solo un cuerpo lleno de chismes y excesivamente adornado. En la cabeza le pusieron una esponjilla húmeda, fría, y antes de que fuera cubierta por el casco, una gota se desprendió de ella. La notó en la frente justo al principio, y luego la notó por la ceja derecha, la sien, la mejilla… Mientras tanto sus ojos en el espejo, esforzándose por no sentir nada.

Era evidente que aquel espejo tenía truco, pero salvo el médico que confirmaría su…; bueno, que confirmaría el cumplimiento de la pena, no esperaba que nadie más estuviera viendo.

—Don Ernesto Olano Gainzarain, parece que todo está listo. A día de hoy su peso es de 72 kilogramos y su edad de 21 años, ¿es esto cierto? —El muchacho asintió y el más veterano le hizo un gesto al novato para que ajustara la potencia de los electrodos según las tablas ya preestablecidas.

Una vez, sería por noviembre, hace años, pues no tendría el chico más de 17, anduvo Ernesto trabajando en la recogida de las hojas. Aquel era su nombre, efectivamente. Era otoño y en nuestro barrio hay muchos árboles y gente mayor con riesgo de sufrir caídas. Recuerdo que se esforzaba el muchacho en coger las hojas incluso antes de que tocaran el suelo, a veces de los mismos árboles las arrancaba, casi siempre abedules, pero también castaños, olmos. Saltaba el muchacho, saltaba y se lo pasaba pipa.

Siempre había algún amigo que le echaba una mano; mi hermano pequeño en más de una ocasión. ¿Para qué querría aquellos cuatro duros? En fin. Cómo recuerdo aquella tarde en la que lo pillé dando patadas al imponente nogal que nos crece justo detrás de casa. Le daba duro el chaval para cazar al vuelo las hojas. Adelantando tarea pensé yo. Aquella tarde estaba lleno de vida el muchacho que golpeaba al árbol caduco. Debía de estar enamorado de una tal Susana, pues a cada hoja que atrapaba le ponía su nombre: “Susana, Susana, Susana”. Su dinero se ganó y no volvimos a tener nunca más el barrio así de limpio.

—¿Está todo bien así? ¿Le aprieta alguna cinta? ¿Las de la barbilla?

El muchacho no quiso perder el tiempo en reproches:

—No, no, todo está bien, gracias; todo está perfecto, en su sitio. Todo está donde debería de estar.

—Bien, de acuerdo muchacho, si quieres decir algo, este es el momento.

—No sea severo con el otro guardia, sé que su comentario no guardaba maldad. Un error lo tiene cualquiera. —Y tras aquellas palabras del chaval, se creó un pequeño silencio, como diez u once segundos. El funcionario se lo concedió por si quería añadir algo más, pero Ernesto no dijo nada.

—De acuerdo —concluyó el verdugo haciéndole un gesto a su compañero que empezó a encender botones—. Por el poder que me ha sido concedido, hago efectiva la pena capital impuesta a Ernesto Olano Gainzarain y se hace efectiva mediante la silla eléctrica donde encontrará su muerte y donde encontrará consuelo a todos sus pecados.

Efectivamente, aquel espejo tenía truco, no engañaba a nadie, pero en él clavó sus ojos el muchacho nada más escuchar aquellas palabras. Se le borraron las pupilas intentando ser viento. “Qué no duela mucho por favor, por favor”. Del otro lado el médico y un montón de asientos vacíos. Sobre todo oscuridad, mucha, y allí ocultos bajo aquella densidad, una señora y a su lado el alcaide. Sí, el alcaide se había dejado caer por la sala. Conocía a la familia, al chaval, y quiso estar presente aún no sé muy bien para qué. Bien se pudo haber quedado en su despacho, pues aquel hombre solemne además de alcaide era yo.

—Hágase. —dijo el ejecutor y todos nos encojimos con los puños prietos.

El más joven activó entonces la palanca y dos mil voltios se pusieron a alimentar la máquina. Todos eran para el muchacho. Pena que todo fuera a acabar con el pobre chico quemado, pegada su carne al casco, a las cintas que lo sujetaban. Dos descargas: una para romper la piel, el pelo, el cráneo; y otra para llevarse su vida por delante.

Pero entonces ocurrió lo que nunca debió ocurrir. Las luces tiritaron por el alto voltaje y eso hizo que contra pronostico el espejo perdiera por unos segundos su opacidad. La muerte no le llegó tan rápida como era de esperar. Tal vez fuera por su juventud; los 21 años no se achicharran tan fácil como los 50. Y la ejecución se alargó más de lo deseando con el espejo encendiéndose y apagándose entre espasmos.

Maldito cristal que desveló lo que ocultaba. Malditos protocolos. Malditos cálculos. Malditos incompetentes. Maldito yo y maldita y puta la humanidad entera. El grito se quedó en el espejo, la mirada sin embargo lo atravesó de lleno para encontrarse con la de su madre que rota en mil pedazos era incapaz de darle consuelo.

Nunca me perdonaré aquel error.