Hacía siglos que no se abría aquella puerta, al menos desde la muerte del abuelo Tomás, pero la curiosidad me llevo a meter la llave, darle dos vueltas, clonc, clonc, y mirar a ver qué se ocultaba tras aquellas bisagras. Plick, plick, plick, hacia la escualida bombilla que alumbra el desván. Yo era aún muy crío. A penas había visto nada en la vida, pero sabía que aquel lugar no podía defraudarme.

Lienzos cubriendo muebles. Polvo. Penumbras. Telarañas. Las tablillas del suelo combadas. Una pequeña clarabolla totalmente opaca a causa del hollín que soltaba la chimenea. Algunos juguetes amontonados. El esqueleto de un reloj de estación. Libros en precario equilibrio. Columnas de libros. Algunos alzándose hasta el techo para sujetarlo.

Al final entré, aunque mis pasos sonaban como un desfile de payasos estropeados. El más mínimo sonido se convertía en protagonista bajo aquella atmósfera quieta hasta que…

-¿Quién está ahí?

En medio de aquel desorden alguien me habló. Tardé en responder.

-Yo…

-¿Tomás, eres tú?

-No, solo soy un niño.

-¿Y te han dejado subir solo?

-Sí -respondí con todas mis reservas y sin saber aún quién preguntaba. Yo miraba y miraba, pero entre tanto trasto y bajo aquella luz rácana era incapaz de ver nada. Debo admitir que algo de miedo tenía, pero aun así seguí adentrándome y me puse a buscar. En una de esas levanté la sábana que cubría un espejo y estornudé: ¡achis!

La extraña voz me alcanzó por la espalda.

-Aquí, estoy aquí, en este rinconcito.

Y de entre las sombras asomó un caballito de madera.

-Sí, sí, soy un juguete -me dijo agachando la voz. Yo no me lo podía creer. ¡Un caballito de madera con vida!- ¿Y Tomás? ¿No ha querido subir?

-Soy su nieto. Si preguntas por mi abuelo, murió hace ya muchos años.

El caballito cerró los ojos y calló. Pude notar que el dolor recorría cada una de sus betas. Al rato volvió a preguntarme.

-¿Y, tú, cómo te llamas?

-Yo me llamo Nicolás.

El pobre caballito todavía no tenía nombre, pero para hablar, no le hacía falta, por lo que pronto nos pusimos a charlar de nuestras cosas. Sobre todo hablamos de mi abuelo y de todos los proyectos que este tuviera para mi amigo. Planes grandiosos, sin duda. Muchos planes. El caballito había sido fabricado para cabalgar los cielos y llevar en su lomo mil chiquillos, pero las cosas de la vida lo habían relegado a aquel rincón sin tan siquiera estrenarse. La vista se le escapaba una y otra vez a través de los agujerillos que alimentaban las paredes de aquel desván. Pobre. Quería salir. Y entonces lo vi claro.

-Yo soy un niño, caballito. ¿Por qué no montó encima tuyo y nos vamos de viaje? No te haré daño. Podemos intentarlo…

Tras las lógicas dudas, el caballito por fin aceptó. Cautelas de novato. Aunque tampoco tuve que insistir tanto. Había sido creado para balancearse y el coraje pronto barnizó sus pezuñas. Corazón de pura sangre el que se escondía bajo aquella madera prieta. Blind bland. Blind bland. Blind bland…

-Agárrate Nicolás que voy cogiendo ritmo. Mira, mira, creo que ya le he cogido el truco.

Y para cuándo quisimos darnos cuenta, ya habíamos traspasado las paredes del desván y corríamos de nube en nube. Blind bland. Blind bland. No me preguntéis por dónde salimos; ni idea. Tal vez nos deslizáramos por alguno de aquellos agujeritos que comunicaban el desván con el exterior. Es posible, la magia y la imaginación de un niño tienen esas cosas. Yo tan solo recuerdo que en un abrir y cerrar de ojos íbamos sujetos a la cola del viento. No podíamos parar de reír. ¡Qué forma de volar! Qué suerte de verano aquel. Y es que estoy casi del todo convencido que las cosas sucedieron así. Así tuvo que ser, seguro, pues a lo largo de aquel agosto fueron numerosas las escapadas que protagonizamos mi caballito de madera y yo.

Al final le puse nombre: Jarabe. Se lo debía. Aquel balancín fue mi mejor medicina en tiempos revueltos. No fueron sencillos mis años de chaval. Demasiados cambios. De ciudad en ciudad, aunque por suerte, los veranos los pasábamos siempre en el pueblo. Siempre en aquella casa cargada de historias.

Repinté a Jarabe para dejarlo tal y como el abuelo lo había concebido, y pude ver lo orgulloso que se ponía bajo tanto lustre. Hacía sonar sus cascos de madera: tocotón, tocotón…

Grandes veranos aquellos en los que toda la familia nos reuníamos en torno a las anécdotas que la abuela Carmen nos contaba. Casi siempre en la cocina, mientras cocinaba. Yo, mis hermanas más pequeñas, mis primos. El abuelo Tomás hacia tiempo que ya no estaba entre nosotros, pero su espíritu siempre estaba presente. Nunca faltaba su amabilidad dando calor de hogar a aquellas paredes recias. Era imposible no recordar el olor de su pipa cuando la chimenea echaba a andar.

Gracias, Jarabe, por aquellas vacaciones.