Ella vivía en la calle, no exactamente por necesidad, que también, si no más que nada porque las calles para ella eran su vida. La ciudad no terminaba de ser cruel para quien tenía por suyas todas las puestas de sol. Se llamaba Lourdes, pero hacía ya tanto que nadie pronunciaba aquel nombre tan bonito.

Su madre antes de desaparecer la coronó con tres virtudes: una era su nombre; claro. Otra aquel garabato al nacer, aquel regalo en medio de su barriga y que, como si de una caracola se tratara, le permitía escuchar el mar todos los días. La tercera y no menos importante era su mirada. Con orgullo llevaba aquellos ojos marrones, clavaditos a los de su mamá según le dijeran, y que ella utilizaba para vestir cada estrechez de chocolate.

Lourdes vivía en Madrid y de años andaba sobrada, pudiera tener 64, quizás alguno más, aunque aquella sonrisa de chiquilla y su inocencia dejaban a las claras que cumplidos solo tenía 7. Casi nadie la saludaba al pasar y eso que conocer la conocían. Pero a ella le daba igual. Sabía hablar con los gatos, con las palomas, con las malvas que crecían en los alcorques de su acera preferida y que, lloviera o no, todos los martes regaba mientras les contaba alguna historia, casi siempre la misma, y es que de memoria andaba más bien parva.

Recuerdo que la primera vez que me hablaron de ella yo ya la conocía de vista. Yo la llamaba «la loca» y ahora anda que no me arrepiento de eso. Era del barrio. Siempre estuvo allí hasta aquel día. Supongo que por algo sonreía tanto. No supimos entenderla. Ella salía a pasear todos los días enfundada en  aquel vestido de princesa hecho jirones. Calle arriba y calle abajo. Hasta que aquel día, por fin supimos que lo suyo era la lluvia. La lluvia.

Todo ocurrió un 2 de julio, primeros de mes, pero digno legatario de un junio verdaderamente duro. Asfalto quemado tras un mes de sequía en Madrid. No sé que hubiera sido de aquellas malvas si no hubiera estado Lourdes preocupándose por ellas. Las aceras llegaban a absorber tanto calor por el día que la luna —hecha de queso como todo el mundo sabe— cada noche se fundía. Como era martes, Lourdes se acercó a la fuente que andaba con restricciones y con paciencia cogió agua en su cuenco. Repartió pan duro a sus amigas las palomas y, después de contarles que su ombligo sonaba más a mar que de costumbre, marchó hacia los alcorques.

Aquel martes hacía un sol de justicia, pero justo cuando se puso a regar las primeras flores, una corriente de aire la despeinó. Tenía el pelo largo, descuidado, no corto ni lila ni cardado como el resto de mujeres mayores, y por eso se le fue para un lado como si de una blanca veleta se tratara. Lourdes quiso darse prisa y contó todas las gotitas que había reunido y a pesar de la corriente, las repartió por igual, desde la primera hasta la última; tres para cada una. Qué ironía; ya para cuando miró hacia el cielo con sus ojos marrones se dio cuenta de que iba a llover y de que la tormenta iba a ser mundial.

La gente corría por las calles sabedora de la que se avecinaba mientras el aire se cargaba de humedad, de electricidad, de furia.

Pero dónde iba a ir ella… Para cuando quiso guardarse el cuenco en el bolsillo de su chaqueta las calles estaban vacías y al lado suyo un negocio echaba la persiana. Serían las 7 de la tarde cuando cayó la primera gota y, acto seguido, todas las demás. ¡Vaya jarreada! Parecía que el cielo fuera a romperse y a caer de un golpe. El vestido de princesa se le limpió en un santiamén a la pobre Lourdes que, de portal en portal, trataba de escapar de semejante aguacero sin ninguna suerte. Caía y caía y caía. Las alcantarillas no daban abasto. Lourdes sola. Lourdes abandonada hasta que, a Dios gracias, a ciegas, encontró el hueco de un árbol para esconderse. Allí se apretó esperando que las ramas de aquel algarrobo la protegieran un poquillo.

Lo cierto es que hasta entonces yo nunca me había fijado en aquel árbol bien formado y al que le sobresalían las cepas y los raigones como si fuera a echar a andar. Es cierto que siempre estuvo ahí, pero bueno, entre las cosas de diario pasaba desapercibido. Da igual, cotidiano o no,  el caso es que su parte hizo aquel algarrobo desviando las gotas más pesadas, pero eran tantas que el agua bajaba ya por la calle de las malvas formando torrentes. Las bailarinas de Lourdes no podían subir más para arriba y sin poder disimular el miedo, esta se apretó y se apretó al tronco hasta que se le clavó lo que bien pudiera ser un pomo en la espalda. Alguien se apiadó de ella supongo, seguro, y encima, para más favor, alguien quiso que, dándole sentido a aquel pomo, apareciera también una puerta, una puerta que Lourdes acertó a abrir a pesar de la tiritona. ¿Salvada? Vaya vaya con el algarrobo. Unos veinte gatos se colaron para adentro junto con ella, todos empapados y todos con la misma cara de susto.

«La magia duerme escondida en los pequeños detalles», pensó Lourdes. En fin…, yo más bien creo que fue la tormenta que se enamoró de la frágil mariposa.

Tras la puerta aparecieron unas empinadas escaleras que precipitaban hacia una tenue luz allá en el subsuelo. Como ya no había forma de volver atrás, Lourdes se remangó el vestido y empezó a bajarlas con la ayuda de un pasamanos. Los gatos le tomaron todos la delantera y ya cuando llegó al final de las escaleras comprobó que la luz provenía de una vela que, sobre una mesa, iluminaba vagamente una cocina. Todo muy primitivo, muy subterráneo y extraño. Quién podía ni tan siquiera imaginar una cocina dentro de un árbol de ciudad. No tenía sentido, pero como todo estaba ahí delante suyo, Lourdes se acercó a la vela y la tomó para luego dirigirse hacia una despensa que encontró en un rincón. Hambre había; Lourdes desde pequeña había pasado hambre y no quiso desaprovechar la oportunidad. Leche y algarroba para saciar a los gatos y a su encogido estómago.

Allí había una mesa, tres sillas, dos cazuelas, algún cubierto, despensa, hornillo, y luego un pasillo que no se sabía dónde llevaba. Por allí se fueron los gatos correteando curiosos, haciendo mil travesuras y esperando que su dueña les siguiera por detrás. Allí no hacía frío y algunos ovillos de lana hicieron las delicias de los mininos. Cada vez más pasillos y más pasillos. Había pasillos que iban a dar a pequeñas salas donde una orquesta de cámara tocaba piezas clásicas y algún vals. Un par de pasillos al menos llegaban a bibliotecas en desuso donde el olor del papel seco lo inundaba todo. Escaleras que subían y que bajaban. Los gatos felices y la fantasía justa y en equilibrio.

Por allí, esperando encontrar una salida, Lourdes descubrió una ventana que no dudó en abrir. Un mundo incierto desde luego, un mundo interior al que se asomó apoyada en el alféizar y que enseguida le devolvió su sonrisa de chiquilla. Desde allí pudo ver el mar, escuchar las olas y sentir la espuma como si estuviera a bordo de una carraca. Aquello le recordó tanto a su madre….

Vela en mano, Lourdes, sencillamente perdió la noción del tiempo. Entre tantos pasillos era imposible saber si fuera seguía lloviendo y le daba igual. Allí tuvo tiempo de bailar todo lo que quiso hasta que, en uno de tantos recodos, encontró casi sin querer una escalera de caracol, miró hacia arriba y por lo que bien pudiera ser un pequeño agujero, vio la luz de la luna entrar. «Aquí estabas», suspiró; «solo tengo que subir estos mil escalones» pensó con la satisfacción de sentir una pequeña corriente de aire que la llevaba en volandas. No tardaron los gatos en seguirla. Después de lo contado no creo que extrañe a nadie el hecho de que Lourdes, tras el último escalón, volviera a aparecer en Madrid. Por una chimenea salió a lo alto de un tejado. Vaya viaje. Maravilloso sin duda.

Por lo que se leyó en los diarios al día siguiente, la capital del país había sido devastada por las lluvias. Era la gota fría que había atizado con extrema dureza la zona y especialmente aquella calle. Todos los telediarios abrieron sus emisiones con lo mismo: «240 litros por metro cuadrado. Dos días sin parar de llover en Madrid. Lo nunca visto. La Apocalipsis duró 48 horas. Cuantiosos daños materiales y pérdida de vidas humanas». Hubo desaparecidos, sí, y tema de conversación durante muchas semanas. Menos mal que Lourdes encontró aquel algarrobo y desde aquel algarrobo se subió a aquel tejado.

Maravillosa princesa de ciudad que destinaba sus ojillos de chocolate a los gatos, a las palomas palomas, a sus malvas.

Dulce libertad, aunque es posible que todo aquello no fuera cierto, que fuera mentira o, peor aún, que nadie la reclamara de entre los muertos. Demasiado complicado de creer que tuviera tanta suerte, pero, por qué no soñar, por qué no… Mi madre me decía que existen sueños que se hacen realidad. Puede ser. Es más, si la lluvia se la llevó, cómo explicar que un par de martes después y desde mi ventana la viera regando sus malvas, contándoles la misma historia de siempre, ¿cómo explicarlo?

Yo; yo juraría que la vi, a Lourdes, con su vestido de princesa limpio como la patena y sus bailarinas tiznadas por el musgo de los tejados. Sí, seguro que desde mi ventana la vi. Estoy convencido de ello.